OJOS DE GUERRA
Lo
veo ahora en el reflejo de unos ojos ajenos, tan alejados de esa barbarie como
lo puede estar un niño de la vejez en que me encuentro. Lo siento ahora más
claro que nunca pero con la misma sensación de miedo que me ahogaba ese ensangrentado
mes de 1937.
Me
llamaban el Señorito Rojo en la trinchera. Por origen. Por ideales. Por un
mejunje de todo eso. Por ser el intelectual oficioso del batallón y por haber
escrito folletos de mil palabras que no nos salvarían de las bombas. Libros y
armas para la batalla final por la justicia. Mi insistencia en ocupar las
primeras líneas me ganó el respeto momentáneo de hombres más fuertes y más humildes.
Pero me pusieron con la Tuerta. Siempre pensé que la habían aceptado porque era
lo que se suponía que debían hacer. Nada más. A la hora de la verdad, fuera del
cántico solidario y las ideas comunistas, lo que acertaban a decir cuando
hablaban de ella es que se había cepillado a medio batallón, que había matado
con una piedra a su marido por llevarle la contraria en una discusión, y que
era más fuerte que cualquier hombre. Tres rancias mentiras. Así que nos
pusieron de pareja como se aleja lo que no se llega a entender.
Mi
primer y último día con la Tuerta en la trinchera fue rápido. Todo ocurrió en menos
de un segundo. En lo que tardan en cerrarse y abrirse unos ojos al pestañear. Y
ella solo tenía uno, como si el origen humilde y la suerte esquiva le llegaran
hasta los órganos del cuerpo desnutrido. La última vez que vi su ojo negro
profundo lo tenía cubierto de barro y sangre. Se encontraba junto a mí, a punto
del salto de trinchera, a punto de la muerte. La instrucción era clara. Primera
posición a la señal, cavar con nuestras manos sin uñas en tierra donde
hubiéramos podido llegar, y segunda salida. Yo estaba en la primera posición. En
mi primer combate. Ella iba para la segunda tanda, justo en la línea anterior.
Nadie había podido negárselo. Si es que se habían cansado de repetir que esto
era igualdad para todos, ricos y pobres, hombres y mujeres. Y todo estalló por
los aires al primer suspiro de guerra real. Estaba muerto de miedo, como nunca
hubiera imaginado. Asombrado de que mis ideas y mis libros me hubieran llevado
hasta ese frio lugar de España, donde el miedo había tomado posesión de mi
joven cuerpo. Me temblaban manos y pies. Solo ella lo veía y callaba. El
comisario se acercaba a las líneas, pistola en mano, dispuesto a disparar al
indeciso. La Tuerta sabía que yo jamás saldría. Una ráfaga suave del enemigo me
salvó. La tuerta le hizo indicaciones al comisario. Hombre herido. Ella tomaba
mi posición en la primera tanda. Se colocó en mi lugar. Me tocó el hombro con
suavidad mientras su mirada me empujaba a la segunda línea. Escupió las
palabras como si fueran leídas por el ser humano más sabio de la historia,
cuando era analfabeta, cuando yo nunca la había oído hablar más que a gritos en
respuesta a soflamas comunistas:
-Esta
guerra la perdemos Señorito, pero la vamos a luchar porque así se consiguen las
cosas. La siguiente la ganaremos. Y entonces sí, ya seremos todos iguales para
siempre.
Y
al silbato ella saltó la primera, corriendo más que nadie, sola frente al
horizonte de truenos y relámpagos metálicos. Alcé la cabeza, la oí gritar y
caer. Y vi cómo se daba la vuelta saludándome con lo que parecía el pestañear de
un ojo negro camino de la nada.
Poco
después, apagados truenos y relámpagos, alguien cuerdo en una guerra sin cabeza
pensó que habían muerto ya bastantes. Los combates cesaron durante un momento
silencioso que llegó hasta el día siguiente, cuando carne de cañón en mejor
estado tomó la primera línea.
Salí
de aquella batalla ileso. Vomitado de aquella guerra y de todo lo que vino
después. Lo hice como se sobrevive en tiempo de posguerra. Mintiendo muchas más
veces que las tres de la Tuerta, abrazándome a familiares que antes repudiaba,
cambiando de chaqueta a cada segundo. Todo eso pasó también en otro pestañear
de años huecos. Más tranquilo que el último de la Tuerta pero más amargo. Viví
pensando en ella como medida de todas las cosas hasta que, como solo los
hombres que pierden el alma hacen, la olvidé poco a poco. Otro pestañeo lento y
moribundo, como copos de nieve amarga que caen sobre el recuerdo y sepultan lo
que una vez fue tan importante.
Y
ahora, en tiempos de libertad, vuelvo a ver ese ojo de repente, en mis últimas
tardes han venido a visitarme él y los ecos olvidados de las bombas y sus
muertos. Han vuelto para decirme que tal vez todo fue para nada, que como dijo
la Tuerta, no vale con bienintencionados llenos de libros e ideales. No vale
con eso. Miro por última vez en el reflejo de los ojos negros de mi criada y sé
que solo les queda luchar.
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